jueves, 13 de septiembre de 2012

la salida


 Sabía que tenía tres días para asentarme en mi nuevo hogar. En el paquete con la ropa y los documentos, Mores me había dejado la llave, la dirección y un número de teléfono, con una esquela que decía: “llamame cuando llegues”, y firmaba: Eugenio.
Mientras revisaba la billetera, le busqué los ojos por última vez al miliquito de guardia, que esta vez sí me miró. Dos ojos azules y abrumados.
-Ta todo? me pregunta.
-Faltan quinientos dolares, le digo, y el se sonríe.
-Qué va a hacer
Yo no podía no estar contento. Le apreté la mano con una sonrisa de oreja a oreja.
-Qué ande bien, me dijo, y salí.
El sol hacía fuerza atrás de un manto de nubes difusas, y no hacía nada de frio. Serían como las tres.
Al final del camino de pedregullo se veía la garita, el tejído de alambre. Me puse a caminar, por primera vez largo en tanto tiempo, y como una lluvia que se desata, la alegría se derramó en las cosas, no sé decirlo mejor. Me puse a llorar. La luz, el aire, el espacio, el mundo imperturbable de pronto me reconocía. No lo ví venir, yo estaba simplemente muy feliz y no pensaba en nada. Y todo era tan triste. Pero yo no lloraba de tristeza.
Se me empezó a pasar cuando vi de cerca el puesto de entrada y la sombra del guardia que se movió adentro. Me dio vergüenza, pero sobre todo miedo de que me metieran de nuevo por demente. Y aunque intenté controlarme, no tenía fuerzas de voluntad, igual me vio la cara empapada, los ojos temblorosos.
Le mostré la cédula mirando hacia la ruta y él salió a abrir el portón. Cuando crucé le dije estúpidamente:
-ta luego.
-ta luego, respondió, y volvió a cerrar.

El tránsito era escaso pero constante. Autos pasando por una doble vía. Lo primero que veo en libertad, pensé.
Caminé hasta el techito de la parada, que tenía asiento, pero estaba ocupado por una pareja de jóvenes, así que me quedé instintivamente a distancia, casi en la banquina.
-Don! No tiene una moneda?
Me estaban mirando fijo y serio. Esa mirada de fiera, de infanto juvenil posta.
-No tengo un mango guacho, y seguí mirando si venía el ómnibus.
Para que creyeran que no les tenía miedo me acerqué dos pasos y les pregunté si sabían a que hora pasaba el 494. El varón sin dejar de mirarme con esos ojos tan parecidos a los de los milicos que te la querían dar, iguales, contestó:
-Ni idea, al mismo tiempo que la hembra se levantó acomodándose el pantalón. Parecían cuatro ojos de un mismo ser de tan fijo que me miraban.
Pegué la vuelta de nuevo y vi que a lo lejos asomaba un ómnibus.
-Que pasa bo! Tas de vivo?, volvió la guacha a decir, viendo que me les escapaba.
Yo me quedé callado, haciendo fuerza por el inter que se acercaba. Cuando pude distinguir que decía montevideo, me sentí a salvo y metí la mano en el bolsillo como para sacar la plata del boleto. Pero entonces la pendeja se me vino encima y me empujó a la carretera con tanta fuerza que me hizo caer, al tiempo que gritaba:
-qué pasa, te están hablando chupa pija, tas de vivo estás?
Desde el piso vi al ómnibus cambiar bruscamente de senda, como para esquivarme. Con el susto tuve el reflejo de volver a la banquina, pero los dos infantos me cerraban el paso. El ómnibus ya enfilaba por la izquierda como para seguir de largo. Levanté la mano pidiéndole ayuda y hubo un milagro:
En una maniobra arriesgadísima, supongo que muy caliente por el susto que le pegamos y comprendiendo de golpe la situación, el chofer aminoró y se arrimó a la parada hasta clavar los frenos justo adelante mío. El guarda se bajó con una especie de caño de fierro y espantó a las alimañas sin una palabra, chiflando.
No me sentí de verdad seguro hasta que el guarda estuvo de nuevo arriba y el ómnibus arrancó. Dí las gracias pero ni el guarda ni el chofer me miraron. Se debían sentir un poco como en una película.
Me acordé de que a veces en esta clase de interdepartamentales esperaban que te sentaras para ir a cobrarte y preguntarte donde te bajabas. Recorrí el pasillo buscando las miradas de los pasajeros, pero tampoco había nadie que pareciera haber notado nada de lo sucedido. Era poca gente, el aire estaba viciado, y había mucho equipaje en los asientos y el guarda bultos. Capaz por eso nunca me cobraron, venía de lejos, salto o paysandú, directo. Creo que de verdad no tenía previsto parar. O capaz tenían la costumbre de parar cuando veían gente en esa parada, la parada del penal, por alguna suerte de solidaridad con el malandraje, y amagó a seguir cuando vio que había lío. 
Pasé la mano por la ventanilla empañada y otra vez me vino el llanto, el no pensar y ver todo con absoluta claridad, el agua del vidrio en la mejilla, la libertad, el miedo, el sol y la carretera. Pero esta vez se me pasó enseguida, y entré a la ciudad meditando, ahora si, amargamente sobre la tristeza de la vida, viendo pasar los ranchos bajo el sol lechoso.

Me bajé lo más cerca que pude de la dirección que Mores me había dado y caminé. De verdad no quería hablar con nadie.
Me sorprendió bastante la casa. Viniendo de Mores, esperaba un caserón de techos altísimos y pintura verde a la cal, con manchas y olor a humedad, seguramente con alguna especie de inquilino u empleado de Mores recién llegado de algún lugar lejano. Pero no. Era una casita bastante prolija, tipo apartamento en planta baja, casi sin uso me pareció de entrada, y al entrar lo confirmé.
Por suerte en la mesada de la cocina había de lo básico como para no tener que salir, fideos aceite queso y galletas. Pero en la alacena nada, y en la heladera tampoco, ni hielo. Mirando al patio por la ventana de la cocina vi todavía la mancha de una canchada y unas cosas de albañil contra la pared.
Cuando fui al cuarto me tiré en la cama y me quedé viendo como la luz se retiraba. Debía estar agotado, porque me desperté al otro día, y por el sol que entraba desde el comedor ya eran como las nueve. Me metí en la ducha y al ratito siento que abren la puerta. Me acordé de Mores. No lo había llamado. Pero no podía ser él, me hubiera saludado.
Pasé para el cuarto con la toalla en la cintura y busque en el bolso algo que ponerme. De la cosina venían ruidos de pileta. Alguien que vino a limpiar, aunque no había nada que limpiar. Pensé en rosa, si seguía viva, si todavía le daba el lomo para ir a hacer las limpiezas que Mores le encargaba a cambio de su pieza en la pensión. Tal vez un obrero a levantar sus cosas.
Cuando fuí hasta la cocina no lo podía creer. 
Me quedé parado en la puerta como dos minutos. Carla me miró por arriba del hombro, sin sacar las manos de la pileta, con esa sonrisa suya que yo conocía tanto.
No estaba envejecida, pero sí madura, lo que dada la imagen que yo guardaba de ella igual me descolocó un poco, pero su sonrisa seguía siendo la misma. La misma que aprendió a usar tan de chica, yo sabía, y por eso mismo no se le va a quitar nunca, creo. Inocente y cómplice, tímida y divertida, una niña grande.
Se secó las manos con un repasador y vino a darme un abrazo. Hacía demasiado tiempo que no tocaba una mujer de verdad y se me paró enseguida. La retuve cuando se quiso separar y se hizo la sorprendida. No sé que mezcla de implorante decisión habría en mis ojos y mi manera de agarrarla. Debió haber visto que no tenía salida o algo así.
-estoy casada, llegó a objetar, pero a mi, claro, todo me parecía posible y me importaba poco, así que no me sorprendió, ni siquiera entendí qué tenía que ver.
Cuando le pasé la mano por abajo de la remera, hasta que el pulgar se apoyó sobre un pezón, se resolvió y arrodillandose me bajó el jogging. Me acabó enseguida, con la misma exacta sonrisa de siempre, que no había cambiado y lo sabía todo.
-Pero Rosa! Qué cambiada está! Le dije cuando me repuse un poco. Ahí sí la hice reir de verdad y aprovechó para levantarme de nuevo el pantalón y separarse.
Rosa se sentía mal.
-Está muy viejita. Me pidió que viniera yo y que no le digamos nada a Mores.
Por eso tenía que terminar de lavar los pisos y volver, no sea cosa que apareciera de golpe. Y era verdad, tenía eso Mores, la concha de su madre. Por lo menos ahora había, parece, un mínimo de solidaridad entre nosotros, cómo cambian las cosas los años.
Fue entonces, viéndola agarrar el lampazo y el trapo, agacharse en el mueble de la mesada y echar un chorro de agua jane en el balde, que tuve por primera vez esa especie de síndrome carcelario. Unas ganas tremendas de encerrarme en el cuarto, tirarme en la cama, ver pasar las horas. Ganas de sacarme de nuevo de la historia que se me vino encima desde las nalgas de Carla, desde su eterna sonrisa. Se me apareció Ostar, que estaba tan enamorado de ella, el pobre; su padre Freitas y sus papeles; el bar, los bares, la obra, la pensión; toda aquella vida lejana de sombra oscura intuida y sol cercano en la rambla, en los ventanales y la piel. Todo el tiempo viejo y olvidado de pronto me saltaba encima, nuevo y el mismo. La ausencia de Mores, el aguante de Rosa, y María dormida como un enigma en el borde de la cama.