Sabía que tenía tres días para asentarme en mi nuevo hogar. En el
paquete con la ropa y los documentos, Mores me había dejado la
llave, la dirección y un número de teléfono, con una esquela que
decía: “llamame cuando llegues”, y firmaba: Eugenio.
Mientras revisaba la billetera, le busqué los ojos por última vez
al miliquito de guardia, que esta vez sí me miró. Dos ojos azules y
abrumados.
-Ta todo? me pregunta.
-Faltan quinientos dolares, le digo, y el se sonríe.
-Qué va a hacer
Yo no podía no estar contento. Le apreté la mano con una sonrisa de
oreja a oreja.
-Qué ande bien, me dijo, y salí.
El sol hacía fuerza atrás de un manto de nubes difusas, y no hacía
nada de frio. Serían como las tres.
Al final del camino de pedregullo se veía la garita, el tejído de
alambre. Me puse a caminar, por primera vez largo en tanto tiempo, y
como una lluvia que se desata, la alegría se derramó en las cosas,
no sé decirlo mejor. Me puse a llorar. La luz, el aire, el espacio,
el mundo imperturbable de pronto me reconocía. No lo ví venir, yo
estaba simplemente muy feliz y no pensaba en nada. Y todo era tan
triste. Pero yo no lloraba de tristeza.
Se me empezó a pasar cuando vi de cerca el puesto de entrada y la
sombra del guardia que se movió adentro. Me dio vergüenza, pero
sobre todo miedo de que me metieran de nuevo por demente. Y aunque
intenté controlarme, no tenía fuerzas de voluntad, igual me vio la
cara empapada, los ojos temblorosos.
Le mostré la cédula mirando hacia la ruta y él salió a abrir el
portón. Cuando crucé le dije estúpidamente:
-ta luego.
-ta luego, respondió, y volvió a cerrar.
El tránsito era escaso pero constante. Autos pasando por una doble
vía. Lo primero que veo en libertad, pensé.
Caminé hasta el techito de la parada, que tenía asiento, pero
estaba ocupado por una pareja de jóvenes, así que me quedé
instintivamente a distancia, casi en la banquina.
-Don! No tiene una moneda?
Me estaban mirando fijo y serio. Esa mirada de fiera, de infanto
juvenil posta.
-No tengo un mango guacho, y seguí mirando si venía el ómnibus.
Para que creyeran que no les tenía miedo me acerqué dos pasos y les
pregunté si sabían a que hora pasaba el 494. El varón sin dejar de
mirarme con esos ojos tan parecidos a los de los milicos que te la
querían dar, iguales, contestó:
-Ni idea, al mismo tiempo que la hembra se levantó acomodándose el
pantalón. Parecían cuatro ojos de un mismo ser de tan fijo que me
miraban.
Pegué la vuelta de nuevo y vi que a lo lejos asomaba un ómnibus.
-Que pasa bo! Tas de vivo?, volvió la guacha a decir, viendo que me
les escapaba.
Yo me quedé callado, haciendo fuerza por el inter que se acercaba.
Cuando pude distinguir que decía montevideo, me sentí a salvo y
metí la mano en el bolsillo como para sacar la plata del boleto.
Pero entonces la pendeja se me vino encima y me empujó a la
carretera con tanta fuerza que me hizo caer, al tiempo que gritaba:
-qué pasa, te están hablando chupa pija, tas de vivo estás?
Desde el piso vi al ómnibus cambiar bruscamente de senda, como para
esquivarme. Con el susto tuve el reflejo de volver a la banquina,
pero los dos infantos me cerraban el paso. El ómnibus ya enfilaba
por la izquierda como para seguir de largo. Levanté la mano
pidiéndole ayuda y hubo un milagro:
En una maniobra arriesgadísima, supongo que muy caliente por el susto
que le pegamos y comprendiendo de golpe la situación, el chofer
aminoró y se arrimó a la parada hasta clavar los frenos justo
adelante mío. El guarda se bajó con una especie de caño de fierro
y espantó a las alimañas sin una palabra, chiflando.
No me sentí de verdad seguro hasta que el guarda estuvo de nuevo
arriba y el ómnibus arrancó. Dí las gracias pero ni el guarda ni
el chofer me miraron. Se debían sentir un poco como en una película.
Me acordé de que a veces en esta clase de interdepartamentales
esperaban que te sentaras para ir a cobrarte y preguntarte donde te
bajabas. Recorrí el pasillo buscando las miradas de los pasajeros,
pero tampoco había nadie que pareciera haber notado nada de lo
sucedido. Era poca gente, el aire estaba viciado, y había mucho
equipaje en los asientos y el guarda bultos. Capaz por eso nunca me
cobraron, venía de lejos, salto o paysandú, directo. Creo que de verdad no
tenía previsto parar. O capaz tenían la costumbre de parar cuando
veían gente en esa parada, la parada del penal, por alguna suerte de
solidaridad con el malandraje, y amagó a seguir cuando vio que había lío.
Pasé la mano por la ventanilla empañada y otra vez me vino el
llanto, el no pensar y ver todo con absoluta claridad, el agua del
vidrio en la mejilla, la libertad, el miedo, el sol y la carretera.
Pero esta vez se me pasó enseguida, y entré a la ciudad meditando,
ahora si, amargamente sobre la tristeza de la vida, viendo pasar los
ranchos bajo el sol lechoso.
Me bajé lo más cerca que pude de la dirección que Mores me había
dado y caminé. De verdad no quería hablar con nadie.
Me sorprendió bastante la casa. Viniendo de Mores, esperaba un
caserón de techos altísimos y pintura verde a la cal, con manchas y
olor a humedad, seguramente con alguna especie de inquilino u
empleado de Mores recién llegado de algún lugar lejano. Pero no.
Era una casita bastante prolija, tipo apartamento en planta baja,
casi sin uso me pareció de entrada, y al entrar lo confirmé.
Por suerte en la mesada de la cocina había de lo básico como para
no tener que salir, fideos aceite queso y galletas. Pero en la
alacena nada, y en la heladera tampoco, ni hielo. Mirando al patio
por la ventana de la cocina vi todavía la mancha de una canchada y
unas cosas de albañil contra la pared.
Cuando fui al cuarto me tiré en la cama y me quedé viendo como la
luz se retiraba. Debía estar agotado, porque me desperté al otro
día, y por el sol que entraba desde el comedor ya eran como las
nueve. Me metí en la ducha y al ratito siento que abren la puerta.
Me acordé de Mores. No lo había llamado. Pero no podía ser él, me
hubiera saludado.
Pasé para el cuarto con la toalla en la cintura y busque en el bolso
algo que ponerme. De la cosina venían ruidos de pileta. Alguien que
vino a limpiar, aunque no había nada que limpiar. Pensé en rosa, si
seguía viva, si todavía le daba el lomo para ir a hacer las
limpiezas que Mores le encargaba a cambio de su pieza en la pensión.
Tal vez un obrero a levantar sus cosas.
Cuando fuí hasta la cocina no lo podía creer.
Me quedé parado en la puerta como dos minutos. Carla me miró por
arriba del hombro, sin sacar las manos de la pileta, con esa sonrisa
suya que yo conocía tanto.
No estaba envejecida, pero sí madura, lo que dada la imagen que yo
guardaba de ella igual me descolocó un poco, pero su sonrisa seguía
siendo la misma. La misma que aprendió a usar tan de chica, yo
sabía, y por eso mismo no se le va a quitar nunca, creo. Inocente y
cómplice, tímida y divertida, una niña grande.
Se secó las manos con un repasador y vino a darme un abrazo. Hacía
demasiado tiempo que no tocaba una mujer de verdad y se me paró
enseguida. La retuve cuando se quiso separar y se hizo la
sorprendida. No sé que mezcla de implorante decisión habría en mis
ojos y mi manera de agarrarla. Debió haber visto que no tenía
salida o algo así.
-estoy casada, llegó a objetar, pero a mi, claro, todo me parecía
posible y me importaba poco, así que no me sorprendió, ni siquiera
entendí qué tenía que ver.
Cuando le pasé la mano por abajo de la remera, hasta que el pulgar
se apoyó sobre un pezón, se resolvió y arrodillandose me bajó el
jogging. Me acabó enseguida, con la misma exacta sonrisa de siempre,
que no había cambiado y lo sabía todo.
-Pero Rosa! Qué cambiada está! Le dije cuando me repuse un poco.
Ahí sí la hice reir de verdad y aprovechó para levantarme de nuevo
el pantalón y separarse.
Rosa se sentía mal.
-Está muy viejita. Me pidió que viniera yo y que no le digamos nada
a Mores.
Por eso tenía que terminar de lavar los pisos y volver, no sea cosa
que apareciera de golpe. Y era verdad, tenía eso Mores, la concha de
su madre. Por lo menos ahora había, parece, un mínimo de
solidaridad entre nosotros, cómo cambian las cosas los años.
Fue entonces, viéndola agarrar el lampazo y el trapo, agacharse en
el mueble de la mesada y echar un chorro de agua jane en el balde,
que tuve por primera vez esa especie de síndrome carcelario. Unas
ganas tremendas de encerrarme en el cuarto, tirarme en la cama, ver
pasar las horas. Ganas de sacarme de nuevo de la historia que se me
vino encima desde las nalgas de Carla, desde su eterna sonrisa. Se me
apareció Ostar, que estaba tan enamorado de ella, el pobre; su padre
Freitas y sus papeles; el bar, los bares, la obra, la pensión; toda
aquella vida lejana de sombra oscura intuida y sol cercano en la
rambla, en los ventanales y la piel. Todo el tiempo viejo y olvidado
de pronto me saltaba encima, nuevo y el mismo. La ausencia de Mores,
el aguante de Rosa, y María dormida como un enigma en el borde de la
cama.