Hay personas que hagan lo que hagan, siempre
acaban peor de lo que estaban. Un solo error insignificante, los echa a rodar
por una pendiente empedrada, en la que, sin poder detenerse, el éxito consiste
en evitar un golpe, y el entusiasmo en dar dos pasos con los pies. Sea como sea, el
resultado es la aceleración en el descenso, y en un tiempo que apenas ven
correr, más temprano que tarde están demasiado abollados como para pensar o
hacer otra cosa que caer.
Si
les queda un resto de conciencia cuando ya no haya lugar donde caer, aquel
primer error lo verán tan inevitable como todo lo que le siguió; y si el tiempo
que les queda para no hacer nada es suficiente, abandonados a la ilusión de
movimiento que les dan los empujones de los vivos, mueren con la certeza de que
la vida toda es un mal paso.
Cada instante de dicha en la memoria envenenado
por la desconfianza, la seguridad de haber sido engañados.
Los otros, aquellos que pasan a su lado, se les aparecen despojados de libertad, autómatas al servicio de
su destino. Y la capacidad de amar, siquiera de enternecerse por alguien o
algo, acaba en ellos en miembro atrofiado, útil solo en la medida en que la
vergüenza lo es.
El único consuelo que les queda es el llanto a
solas. Lloran, los idiotas, por cualquier cosa. Y aunque les pasa muy seguido, tampoco así llegan a ver la causa de su llanto.
Pero el malo logra incorporarse.
Obligado a vivir en la
apretada multitud, ve las cosas a una luz extraña para todos, un instinto
ruinoso le obliga a mirar hacia las cimas de las que ha caído. Distraído de este
modo, es víctima permanente de cachetadas y zancadillas, y se reprocha
amargamente no haber muerto en la caída. En efecto, el hecho de haber nacido en
las alturas, constituye aquí abajo una doble humillación: la de la caída y la
de haberla soportado. ¿No hubiera sido más digno morir después de tal cantidad
de deshonra imborrable?
Es un mediocre nacido en lo alto, sin talento
para estar entre los dioses, un heredero al trono con genoma de tarado.
Demasiado habituado a evitar golpes
imprevisibles, solo conserva la espontaneidad en la cobardía, la sospecha y el
garroneo. Ignorante de la calma necesaria para reflexionar, solo se explaya en
la conversación, y sus amigos, si es que se les puede dar ese nombre, lo buscan
en los tiempos de angustia y de derrota. Es esta la única retribución que obtiene por sus trabajos, y tampoco desea otra cosa.
Por eso es que se lo compara con el buitre, que espera el
desmayo de los caminantes. Un buitre en lo alto de la roca, con alas enormes
para el aire y el sol, y un ojo afilado entre las nubes. Pero esto es solo una comparación.