domingo, 1 de junio de 2014

dónde está el museo?



Museo de Arte Contemporáneo de MOntevideo
http://macmo.uy/sitio/huespedes-documentalistas-javier-rovira-77/

RECORRIDA A CIEGAS

No era lo que me esperaba esta casona. Y no por vieja, más bien por mal barrida y descascarada. No me queda otra que pensar que la circunstancia es deliberada, ya que estoy en el MACMO (Museo de Arte Contemporáneo de Montevideo), y ya todos sabemos las que se trae el arte en los días que corren.

Llego a la muestra sin haber leído uno solo de los textos que la introducen ni la cantidad de bibliografía recomendada por el museo en la web. Soy la clase de público solo medianamente culto y me rebelo contra el conceptualismo que me da la espalda. Arte para artistas que solo miran arte para artistas, le llamo yo. Estoy harto del chiste plástico berreta. Pero sobre todas las cosas, contra la obra que se apoya en un texto curatorial y que en sí misma es nada, directamente podría no existir. O peor, es fea, y encima bancada por el Ministerio de Cultura. Joder que estamos fritos si estos son nuestros artistas. Arte para los artistas, a dar por culo. Soy un palurdo.

De todos modos hoy es la inauguración, y más que a ver la muestra vine a encontrarme con alguien y a tomar una copa. Estoy en eso mientras voy registrando más detalles que me llaman la atención de la casa-museo.

Es una casa de altos. Evidentemente con un pasado de pensión. “Pensión Milán” según un cartel que en sus tiempos debió estar en el portal a la calle y que ahora encuentro apoyado contra una pared del corredor. También sobrevive la ínfima casilla de madera donde se atendía a los inquilinos, con el cartel que ordena que los niños no pueden correr en los pasillos. En los vidrios de las habitaciones hay pegotines de emergencia móvil y de cooperativas de crédito. Si bien la casa es vieja se ve que como pensión funcionó hasta no hace tanto.

Es aquí donde el MACMO a elegido iniciar sus actividades. Viendo la concurrencia siento de nuevo la parodia del arte. No hay público aquí, son todos artistas, críticos, curadores, galeristas o funcionarios de cultura, creo. Los que no lo son, estudian o trabajan para serlo. Una mujer joven está vestida de fiesta con una copa de champán en la mano. Este mundo polvoriento habitado por los fantasmas de mozos de bar desempleados, changadores divorciados y costureras a destajo, da la sensación de estar siendo velado, se diría incluso que asistimos a la víspera de su demolición.

Voy pasando entre los grupos y dejo atrás dos piezas cerradas con cortinas negras en las que se exhiben los videos de la instalación, uno sobre el alegato de Astiz, otro sobre el discurso leído por Candeau en el 80. Hay otra pieza en la que se amontona una bibliografía bastante extensa sobre historia reciente, discursos y performance, con textos escritos en las paredes. Dejo todo para después y avanzo, mientras las conexiones políticas empiezan a hacer sinapsis dolorosas en mi cerebro. Pienso entonces que quizás esta vez sí valga la pena leer.

Un pequeño cartel de “no pasar” (drypen sobre cartulina) pone fin a mi recorrida. La zona restringida por el museo de un modo tan ambiguo, ya que deja ver lo que hay del otro lado y apenas impide el paso, es una especie de conventillo al fondo. Piezas minúsculas como nichos en galería. Evidentemente quién
mandó construir esta casa lo hizo pensando desde el principio en sacar de ella el mayor rédito posible, pensó en todo, hasta en los más pobres entre los pobres. Los artistas, más lúcidos, menos utilitaristas, han corregido esto. Me pregunto si no estaré llevando demasiado lejos mis asociaciones. Me pregunto si no estaré frente a otra ingeniosa ironía para que se rían entre ellos los artistas.

Mi amigo no está por ningún lado. Me dice por celular que está en la azotea, que suba. Tengo entonces que cruzar por encima de ese cartel de cartulina y pasar frente a los nichos sin ventanas subiendo la escalera. Una casa proyectada como pensión hace cien años, pienso, y pienso en mil dramas y comedias de pobreza extrema que ahora vienen a llenar con su carga simbólica una obra de arte que desborda por todos lados, monumental, casi inabarcable. ¿Para quién ese cartel escrito a drypen, si aquí no hay público, solo artistas? ¿Para qué si todos podemos cruzar a la azotea? Por las dudas, será.

La vista desde la azotea es majestuosa, con las enormes grúas del puerto en el sábado soleado que me recuerdan que el gran capitalismo sigue su marcha y opera 24hs por día. Otro grupo se ha refugiado aquí con más champaña y marihuana. No debo olvidar que después de todo, esto es una celebración. Seguramente este día es el fin de muchas horas de trabajo de muchas personas, y el comienzo de otras muchas.

En la vereda de en frente un edificio en obra. En determinado momento alguien hace notar que todos los obreros se han reunido y nos miran desde el último piso de la construcción. Tienen una enorme grúa. Son al menos 20 obreros con cascos terminando la semana y nosotros 20 artistas con copas de champán en la mano. Tal vez con esa grúa se les pueda hacer llegar una botella, si la dirigen hasta aquí. Tal vez el arte haya encontrado la manera de llegar a su público, de salir del museo, de entrar a la vida de los hombres que construyen con conceptos ajenos, sin pensar, acumulando idolatría y resentimiento, envidia y desdén, resignación e ignorancia, el hombre con cuya sangre se paga esta botella, este pensamiento, este orgullo de saber de lo que estamos hablando.

Pero es solo un momento. Las palabras no surgen con la potencia necesaria para que nos comuniquemos. Lo de la grúa, la botella de champán, queda una vez más en chiste interno. Y ellos se guardarán igualmente en voz baja los comentarios sobre las mujeres, seguramente es eso lo que más miran. Apenas algo recatadamente divertido e incómodo. Enseguida nos distraemos con otra cosa.

Me asomo a la casa lindera, a esta altura dos pisos más abajo, y veo a un hombre casi anciano embolsando pedregullo. Casa precaria pero con mucho espacio, el padrón debe tener la misma superficie que este. Más allá se ve algo peor, como un pequeño cantegril embutido en la manzana.

Comento con alguien la tensión que me produce la cercanía de semejante miseria a un Museo de Arte Contemporáneo. La respuesta me sorprende, ya que tantos estímulos desde lo social, tanta posibilidad de mirar hacia afuera, desde el museo, acabó por hacerme interesante y simpática la propuesta y me esperaba otra cosa (lo que de verdad esperaba es empezar a hablar con alguien y enterarme de qué va, de qué es lo que se busca con semejante instalación que se presenta con el nombre de Museo, con todas las resonancias institucionales que esto tiene, y no solo en la institución museo, sino por extensión en cualquier institución existente o posible): me dice el artista, con cara de fastidio: “para mi es re desubicado”. ¿Lo qué? Le digo. “Que vengan a hacer eso en la ciudad vieja. No podés venir y hacer eso en la ciudad vieja. Estás jodiendo la ciudad vieja. Si vas a hacer algo así, no sé, andá al campo, yo que sé”.

Supe entonces que había llegado la hora de partir. Me esperaban los textos que seguramente encontraría en la web. Quería de verdad saber de qué se trata en este caso el arte contemporáneo.

Di todavía unas vueltas por la muestra en sí, los videos y los libros, las preguntas escritas en las paredes. No está mal, tiene que ver y aporta a las preguntas que me vengo haciendo desde que entré. Algo cierra cuando me enfrento al texto que se lee a la entrada y que define el espacio que acabo de habitar de esta manera:

El Museo de Arte Contemporáneo de Montevideo -MACMO- es un espacio de ensayo de modelos, estrategias y formas de pensar en torno al arte contemporáneo.

El Museo no cuenta con una estructura edilicia fija, sino que utiliza diferentes espacios para desarrollar las actividades, desde espacios institucionalizados y reconocidos hasta el espacio público, elegidos en relación directa con el evento o exposición a desarrollar. Centra sus actividades en torno a prácticas artísticas contemporáneas, lo que implica hablar no solamente de objetos y de formatos habituales de exposiciones estáticas, sino de prácticas que se desarrollan en relación con el contexto, mediante una amplia inclusión de recursos que permiten una mirada crítica al entorno. Aquí el objeto como obra de arte pasa a un segundo plano, pudiendo ser éste parte del desarrollo o registro de una práctica pero no necesariamente un fin en sí mismo, sino que se vuelve primordial el discurso y las relaciones que esta práctica establezca. 

El MACMO investiga formas alternativas de institucionalidad. Es una práctica artística a la vez que una Institución. Su equipo de trabajo funciona de manera colaborativa. Utiliza las formas, estructuras y terminologías institucionales pero también procede bajo la lógica de un proyecto autónomo. De esta forma se ensaya la definición de un territorio híbrido, que incluye la movilidad contextual y el cambio de forma constante.

La obra aquí es más que la instalación de video. La instalación de video es una pincelada más de una obra mayor, cuyo objeto es el museo.

Incluso el museo se me hace parte de una obra aún mayor, la idea de museo y su relación con la sociedad, y más allá, los procesos que desencadena (o encadena) y los que lo han formado hasta hoy.

Salgo a la calle y en la puerta me encuentro con los mismos obreros que nos miraban desde la azotea, siempre todos juntos, esta vez en la vereda, sin acercarse. Pasa un grupo de adolecentes fumando y hablando en su jerga de malandras típica de ciudad vieja. Veo de cerca al vecino de al lado con su montaña de pedregullo y su carretilla.

Subo por J. C. Gomez pensando en la escultura social de Beuys, con ganas de estudiar, pensando en si no habrá llegado el tiempo en que toda la reconcentración introspectiva del arte del siglo XX alcanza por fin su punto de desborde, o si no habrá por fin llegado a Uruguay. Pienso en obras de arte cuyo soporte son bibliotecas públicas, oficinas de todo tipo, líneas de ómnibus, empresas encuestadoras, gremios y sindicatos, partidos políticos. Obras que ni siquiera son un concepto, sino un proceso, una dinámica, una pregunta y un ensayo. Obras que son la institución de la reflexión y la crítica en ámbitos esclerosados por la utilidad y el conservadurismo. Pienso en los individuos, los compatriotas a los que está destinada una obra como esta. Pienso en funcionarios, oficinistas y empleados de toda clase, que han aprendido que no pensar en lo que se hace y cómo, es la mejor manera de mantenerse en el puesto con su fuente de ingresos, y han sacado la conclusión de que allí está el bien, en aceptar las cosas como son y adaptarse.

Pienso, también, en si todavía se puede llamar arte a esta práctica de institucionalización de procesos. Pienso en la belleza, en los artistas que todavía se esfuerzan por dibujar y pintar y modelar, componer y escribir algo bello, algo que nos muestre y nos inspire belleza. Pienso en la poesía y en lo sagrado.

Me reconcilio mentalmente con el arte contemporáneo, al tiempo que lo que antes me irritaba me irrita todavía más. Siento que entiendo ahora de qué se trata y a donde iba el arte conceptual, todo ese arte sin objeto que siempre me molestó tanto porque tantas veces se rió de mi en mi cara.

Y sobre todo, pienso que soy un poco, solo un poco menos palurdo e ignorante que antes, y sin haber leído nada, o casi nada. Creo que no se le puede pedir mucho más a un museo y al arte en general.

¿O tal vez si?