martes, 12 de febrero de 2013

en el porche ocioso


Estuve meses alimentando gallinetas con migas de galleta de campaña, hasta que apareció la zorra. Ahora la zorra está abrazada a mis pies.
Las gallinetas me temían, huían siempre en el último momento, cuando yo alargaba mi mano para tocarlas. Aunque sin vuelo, eran unos pájaros hermosos. El plumaje gris que nunca llegué a tocar, junto al naranja de las patas y del pico, largo y curvado, se llenaba de destellos. Las plumas esmeralda en el cuello, reflejaban un cielo tormentoso, aunque estuviera soleado. 
Llegaron hasta a comer de mi mano, pero al más mínimo movimiento de mi voluntad corrían a su nido, que nunca vi, con un bamboleo de burla, reproche e indignación. Al fin fueron para mí otro rasgo variable del paisaje, el paisaje mismo que me olisqueaba, como si fuesen las narinas del mundo inalcanzable. Y la resignación anidó en mi. Hasta que llegó la zorra.

Al principio miraba desde lo alto de la loma, y cazaba las gallinetas con alegría, mirándome de reojo al retirarse con la pieza en el hocico.
Yo siempre sentado en el porche, seguía tirando mis migas de galleta, lo que provocaba un debilitamiento en la cáscara de los huevos de las aves , hasta que ya no hubo más gallinetas. Las últimas, que ya no tenían tiempo de poner huevos, ni siquiera volvían al nido: atrapadas entre la zorra y yo, en un cerco cada vez más estrecho, se aferraron a las galletas que yo les tiraba ahora a manos llenas, como si no vieran otra vía de salvación para su especie, en un espiral ascendente de locura que la zorra acompañó con fervor, al punto que pensé que ella también desaparecería en ese torbellino sangriento y ruidoso.
Pero no.
Así fué como se acercó la zorra que ahora se abraza y se despereza a mis pies. (Sin necesidad, porque el sol calienta en esta época del año)
Ya no quedan gallinetas, y las migas no tientan ni divierten a mi amiga. Con ella comparto los trozos de carne que me arriman de la estancia, cordero frío que corto en cubos a lo largo de la tarde, hasta que el sol se oculta tras el monte de eucaliptus. Y ella me lo agradece con verdadera pasión, una pasión que la deja exhausta durante el día.
Llegué a pensar que con ella vencería mis demonios de rencor y celos y malicia, frutos de la resignación de antaño. Por las noches sigue siendo la hembra embriagadora que se me trepa y ensarta su cuerpo terso y flexible como una anguila adolescente. Pero ahora ella se va, está por irse, lo sé porque cuando despierta de sus siestas y amorrongamientos, ha empezado a mirarme como antes, cuando creía que me robaba algo al llevarse una gallineta.

Se va en busca de la liebre, hacia su madriguera, pero solo yo sé donde encontrarla, y después de una vida entera aquí sentado, una vida aún no consumada, me levantaré para salvarla y salvarme.