Enero
7 2012
Cuando
llegué me dije: “Bueno, se acabó. Confesemos todo antes de morir,
no sea cosa que encima alguien se sienta culpable”. Pero la
esperanza que alentaba ese proyecto era siniestra. Se acurrucaba en el rincón más
oscuro del calabozo, aterrada y furiosa.
Era como un ángel derrotado, caída por un oscuro acontecimiento a una realidad en la que antes era invisible. Esta vida en la que siempre pudo actuar sin consecuencias.
No se si ya estaba ahí cuando llegué, arrastrado, levantado por los guardias, forcejeando con toda el alma, gritando como si mi vida dependiera de ello, como un animal, o si salió de mí al entrar, como si la hubiera parido en esa lucha por la vida que acababa de tener, cuando caí de cabeza hasta quedar ovillado contra el piso, en el medio de la celda, con la mejilla en el hediondo y grasiento piso de porlan, que sin embargo parecía recién hecho.
El dolor tiene también la propiedad de colocarnos fuera del tiempo, clavándonos a él. Y a veces nos deja así para siempre.
Me costó como unos 15 minutos, calcúlo, recuperar la respiración. Durante todo ese tiempo un hilo de baba se me escapaba recorriendo el pómulo hasta llegar al suelo, y el ruido de la reja quedó sonando como un acorde, el instante sostenido, inmóvil.
No se si ya estaba ahí cuando llegué, arrastrado, levantado por los guardias, forcejeando con toda el alma, gritando como si mi vida dependiera de ello, como un animal, o si salió de mí al entrar, como si la hubiera parido en esa lucha por la vida que acababa de tener, cuando caí de cabeza hasta quedar ovillado contra el piso, en el medio de la celda, con la mejilla en el hediondo y grasiento piso de porlan, que sin embargo parecía recién hecho.
El dolor tiene también la propiedad de colocarnos fuera del tiempo, clavándonos a él. Y a veces nos deja así para siempre.
Me costó como unos 15 minutos, calcúlo, recuperar la respiración. Durante todo ese tiempo un hilo de baba se me escapaba recorriendo el pómulo hasta llegar al suelo, y el ruido de la reja quedó sonando como un acorde, el instante sostenido, inmóvil.
Medía como veinte centímetros, y lo primero que pensé fué en tirarla por entre las rejas del ventanuco. Estaba en el piso 3, creo, pero no había manera de sacar la cabeza por los barrotes para ver la caída, y además la abertura quedaba por encima de la cabeza. Eso fué lo que primero me detuvo. Me la quedé mirando imaginando alternativas. Me sorprendió enseguida que era muy
hermosa, una perfecta mujercita liliputiense.
Me
acerqué para verla mejor. La respiración se le aceleró un poco. Se paró y retrocedió hasta apoyarse contra la pared. El pequeño pecho subía y bajaba con sus tetitas perfectas, incluso voluptuosas. Las caderas generosas, las piernas blandas pero bien torneadas, y un rostro que por debajo del miedo se adivinaba agradable, con esa mezcla de alegría y maldad. Era perfecta.
Tenía que poder hablar, pero no lo hacía, creo, por esa diferencia de tamaños. Tampoco había ningún tipo de comunicación telepática. Era como estar con un animal, una especie de lagartija con la conciencia de un gato. No una rata porque una rata de ese tamaño es mucho más peligrosa por constitución, pero sí una lagartija. Y una lagartija de ese tamaño te puede hacer sangrar un dedo, más con la conciencia de un gato.
Tenía que poder hablar, pero no lo hacía, creo, por esa diferencia de tamaños. Tampoco había ningún tipo de comunicación telepática. Era como estar con un animal, una especie de lagartija con la conciencia de un gato. No una rata porque una rata de ese tamaño es mucho más peligrosa por constitución, pero sí una lagartija. Y una lagartija de ese tamaño te puede hacer sangrar un dedo, más con la conciencia de un gato.
Para ella, yo sería una especie de paquidermo tosco y tarado. Y puedo decir que no me rechina la comparación. En las circunstancias en que me hallaba, uno se vuelve animal sin darse cuenta.
Después de pensar todo esto, tuve otro ataque de rabia, totalmente irracional.
Quise darle más miedo. Estaba de un humor rencoroso, humillado, pero de humor. Sentí que podía ser una ventaja que me creyera un bruto y gruñí. Fingí un gesto de sorpresa lo más estúpido posible. En realidad era una alegría inesperada no estar del todo solo.
Le apunté con el índice como para tocarla, cauteloso, y se asustó más, soltó un grito cortito, que se le escapó de terror. Me retiré al centro de la celda, siempre estúpidamente extrañado.
Después de pensar todo esto, tuve otro ataque de rabia, totalmente irracional.
Quise darle más miedo. Estaba de un humor rencoroso, humillado, pero de humor. Sentí que podía ser una ventaja que me creyera un bruto y gruñí. Fingí un gesto de sorpresa lo más estúpido posible. En realidad era una alegría inesperada no estar del todo solo.
Le apunté con el índice como para tocarla, cauteloso, y se asustó más, soltó un grito cortito, que se le escapó de terror. Me retiré al centro de la celda, siempre estúpidamente extrañado.
Cuando me quise sentar me dí cuenta que me dolía todo, o mejor dicho que cuando se me enfriara el cuerpo no me iba a poder mover. Y en ese lugar se me iba a enfriar muy rápido.
Decidí
afirmar el terreno que creía haber conquistado, en el plano
psicológico. Me puse a amontonar los cachitos de
material sobrante que tenía a mi alrededor,
como armando una defensa paleolítica contra las fieras, sin mirarla,
babeando un poco, cada vez más concentrado en mi personaje de
subnormal. Cuando terminé improvisé una danza salvaje para
amedrentarla invocando a mis dioses. Los magullones me ayudaban a
fingir, no me podía mover bien.
El
que sigue, pedir a marta que me traiga los papeles.
Enero
22
Jueves
al mediodía
El
pensamiento no es nada sin la escritura. Peor; el pensamiento sin la
escritura es la nada. Perdón, ahora exagero. Pensamiento sin
escritura es una llanura sin caminos, o una selva, da igual, con tal
que no haya lugar a donde ir, nada que buscar, todo ya está dado.
Puede ser paradisíaco, pero es un paraíso irreal. Abstrayendo y
precisando, más que escritura, acto pensado, acción que materializa
el pensamiento, la escritura (el arte), como el amor, es un caso
límite, fronterizo al edén, a la nada, y a todo lo humano.
Aquella
noche me costó dormir. Como había previsto, me dolía todo y me cagaba de frío. Apenas
intenté llamar a alguien, pedir una manta o algo. Se oían voces al
final del pasillo, pero yo estaba todavía atemorizado y no quería
gritar. Ni dar ocasión a que se burlaran otra vez de mí. Al final
me quedé dormido mirando pasar las nubes por entre las rejas y las
estrellas. Jugando con la idea de que era todo una alucinación,
jugando a no mirarla.
Enero
30
Cuando
desperté, hacía elongación dándome la espalda, con una mano en
cada pared, de cara al rincón. Un rayo de sol daba hasta unos
centímetros sobre ella, y enseguida calculé que solo durante esos
meses de verano lo vería entrar a la celda, es una abertura al sur.
Había
limpiado meticulosamente su territorio, delimitándolo como yo,
juntando el material suelto en un montículo largo que hacía un arco
perfecto contra su rincón, tan prolijo que era obvio que se había
esmerado en ello. Me hizo sospechar si no estaría siguiendo mi misma
estrategia, haciéndome creer que ella también era una bestia.
Aunque también podía ser que yo hubiera representado tan bien mi
papel, que ahora ella tratara de comunicarse de manera rudimentaria,
poniéndose a mi nivel. Yo todavía tenía mi ventaja, pero la duda
me la sembró. De si no era una bruta de verdad, sin dejar de ser un
ángel.
De
niño aprendí a mirar con los ojos cerrados. Con una abertura ínfima
que deja ver pero que no se nota. Así me quedé un rato, para que si
se daba vuelta de golpe no se diera cuenta de que la estaba mirando
tal como me encontró el despertar, con la cabeza apoyada en un
brazo, Ya dije que era hermosa, y ahora me fijé mejor.
(…)
Febrero
12
Aquel
día me vió un doctor y comprobó que no tenía nada roto.
Dijo
que si me dolía mucho pidiera una aspirina.
Y
que tratara de quedarme quieto.
Julio
2005
Gracias
marta por conservar esto
EL
QUE SIGUE
La
doctora que me mandaron era una mujer joven y fuerte. En sus modales
decididos, en sus tonos cortantes, y en la distancia que mantenía
hacia mi, se veían las huellas de miles de personas anónimas
aquejadas por males insignificantes, las que no borraban de su
desprecio la consistencia de algunos moribundos reales.
Se
metió al cuarto sin esperar que mi mujer se lo indicara y se sentó
en la silla junto a la cama. La luz que llegaba desde la galería no
alcanzaba para vernos las caras, no obstante me miró todo el tiempo.
Le
conté lo que tenía. A las dos de la madrugada, habiéndome dormido
con dificultad después de un agotador día de trabajo, me despertó
un dolor en todo el cuerpo, en los músculos o en los huesos; no
sabría decir si tenía calor o frío. Me parecía que moviéndome,
revolcándome, lo soportaba mejor, pero el dolor no disminuía de
verdad por eso.
Mientras
hablaba, me pareció ver que una cierta sonrisa se insinuaba en los
labios de la doctora, un brillo en los ojos..., pero la escasa luz y
mi estado casi delirante podían sugerirme cualquier cosa.
Mi
cuerpo era un objeto que yo le mostraba, y me daba vergüenza saber
que no podía dar mas prueba de mi que ese dolor y el miedo del
dolor. Vergüenza de estar desnudo. No podía esperar compasión ni
amistad, ni siquiera comprensión.
Ella
se quedo inmóvil con su túnica blanca y su maletín. Yo tenía una
simple insolación. Paños fríos y mucha agua hasta que se vaya la
fiebre.
-Una
cosa- le dije cuando ya cruzaba la puerta para irse sin saludar.
-También
me desperté con un pensamiento, una certeza terrible de que la única
realidad es esta, el dolor, la muerte, para todos...-
Se
tenía que haber reído, soltar una carcajada y dejarme sin palabras,
ayudarme a olvidar, pero solo levantó un poco la nota de
repugnancia.
-¿Usted
no sabe que hay otros que me esperan con problemas de verdad? ¡Usted
no tiene nada! ¿No le da vergüenza?
Y
yo, que estaba verdaderamente ofuscado con mi humillación y
desesperado por una respuesta, un calmante, cualquier cosa, en vez de
pronunciar una disculpa, insistí:
-¿Pero
que diferencia puede haber cuando se ve que el dolor es el mismo, nos
mate o nos perdone una vez mas?, es el mismo dolor para todos. En el
fondo de nuestra vida solo él resiste, y con la muerte va a ser el
último en abandonar nuestro cuerpo...
Por
supuesto que no lo escucho todo, a la mitad ya se había ido -ma
si...- dejándome solo.
Me
dormí pensando que ella también va a despertar un día y que
nuestros dolores, los que tuvimos que mostrarle, para nada la van a
ayudar.
Febrero
23 2012
Puestos
a escribir, la ficción es una forma de olvidarse de uno mismo, como
también lo es escribir sobre el mundo y la vida, y si se quiere, el
solo hecho de escribir. Para el filósofo, el pensador, escribir es
su forma específica de actuar, de salir de si mismo. Es lo que
define al escritor: el que escribe para verse.
Como
cuando afinamos una cuerda de guitarra: podemos oir la nota, y
afinarla, o podemos buscar en nuestro interior, la idea de la nota,
en cuyo caso no oímos nada, así también un hombre, para saber de
si mismo la verdad, ha de olvidarse, y oírse resonar contra las
cosas que nombra, que intenta nombrar. Y si, es un proceso, un
progreso incluso, a veces, cuando los ecos no son demasiado
angustiantes y uno puede pensar.
Es
la manera que tiene de afinarse el escritor. Como dice P., escribir
es una práctica.
En
la ficción, además, queda en evidencia el mundo tal cual habita en
uno, lo que el mundo dice, es una unidad con el cosmos, desde lo
ínfimo a lo infinito, de lo más interior a lo más lejano. La
ficción es una corriente alterna entre la poesía y la física, y el
corazón de ambas.
Hay
que saber controlar el miedo, un hombre de traje gastado en la calle.
Primera noche sin techo. Pedir a marta que busque mejor. Buscar mejor
entre poapeles.
Primeros
de marzo
Cuando
llegué a la sala de visitas, casi al mismo tiempo que lo saludaba,
le pedí a mi hermano que llamara a marta y le dijera que por favor
me trajera los guantes de jardinero, no los de descarne, demasiado
gruesos y duros, sino los de tela que se ajustan a los dedos, los de
la feria decile. Salió enseguida a hacer la llamada y yo aproveché
para pedirle al guardia un cigarrillo. No me lo dio.
Cuando
volvió mi hermano me dijo que la había agarrado justito saliendo,
qué recién había llegado a la esquina y que volvía a buscarlos.
Apreté un puño como para una victoria, un gol a la mala suerte.
Yo
no sabía después de eso de qué hablar. Me di cuenta de que no
podía pensar más que en maría. Cerrado el paso del cigarro, estaba
acorralado. Podía hablarle de la golpiza, de las circunstancias de
mi detención, de la consulta con el doctor (Hernán se fijó en el
raspón en la frente, quería saber si estaba bien por lo menos) pero
de pensarlo ya me entraba como un cansancio, además el guardia
estaba ahí, contestando mensajes de texto. Le hice una seña a
Hernán, me contestó con otra como diciendo: “ese no se entera de
nada!” Pero a mi todavía me duraba el miedo, más desde lo del
cigarro, y entonces me volvió con fuerza, no me animaba, y de
verdad, a mirar a mi hermano a los ojos, una especie de vergüenza.
Creo que de verdad ahí pensó que estaba loco, y que toda la culpa
había sido mía, que había hecho alguna cagada de loco.
-¿Qué
hiciste? Me preguntó, ya enojado.
-después
te cuento
Hizo
un silencio que yo sabía lleno de rabia, de no saber como hacer para
que le hablara, de saber que no había como, hasta que al final le
pregunté si no iba a llamar de nuevo a marta, para ver si había
encontrado los guantes y por donde iba. Ahí se ofendió y se fue sin
decir nada, furioso.
Marta
llegó como a la hora, y cuando apareció me trajo a la mente el
largo trayecto por paso de la arena, con lotes de chircas, plazas con
hamacas habitadas por vacas y caballos, olor a pastizal. Había
encontrado los guantes. En el ómnibus había cosido la punta del
índice derecho, me mostró antes de pasarlos por la rendija del
vidrio. Le agradecí mucho, me emocioné, como si fuese un regalo de
cumpleaños inesperado de alguien querido y perdido durante años.
Marta,
a pesar de que hace mucho que dejó de quererme y de que la mayoría
de las veces discutimos, todavía tiene esos gestos conmigo, cuando
se le presenta oportunidad. Lo que le queda de hacendoso instinto
maternal, que se manifiesta hacia nadie en particular, hacia la vida.
En
otro tiempo yo le hubiera reprochado amargamente a marta haberme
cosido esos guantes turquesa con hilo negro (cómo si me importara!),
pero esta vez me gustó. Siempre traté de ser objetivo (¿) con esta
clase de gestos, pero esta vez sentí como un vago agradecimiento,
algo tibio.
Le
pregunté por martín, pero ella parecía más interesada en hablar
de mí. Me levanté y le dije que no me sentía bien, pero cuando me
di la vuelta el guardia me cerró el paso.
Me
tuve que quedar hasta las 12.
En
todo el largo silencio mantuve la vista baja. Del otro lado marta
esperaba. Al final se paró y poniéndose la campera para irse me
preguntó para que eran los guantes.
-Para
el frio, le dije sin mirarla.
-¿Para
qué? Se acercó a la rendija para oír.
-Para
el frío. Repetí
Y se
fue.
Me
fui poniendo los guantes por el pasillo, un poco sorprendido de que
me dejaran hacerlo. Me quedaban perfectos, tal como recordaba, apenas
un roce ahora en la costura del índice. Esto me devolvió el humor
cuando ya pensaba en maría, con la ansiedad de comprobar que seguía
ahí. Estaba contento con mi plan, quería seguirlo ya.
El
camino hasta la celda era bastante largo, había que doblar en dos
esquinas y subir una escalera que me hacía resoplar para seguir el
paso del guardia, que si no te empujaba enseguida, y a mi de verdad
todo me dolía bastante, mucho.
Cuando
llegamos a la reja bajé la vista, otra vez en mi personaje, que
tenía que ser sumiso y mudo con los guardias. Había adoptado con
ellos una actitud autista cuando maría estaba viendo, porque
contrastaba menos con mi papel de salvaje. Por lo demás, ellos nunca
decían nada. Me metí hasta quedar en el centro y esperé a que los
pasos desembocaran en el cuarto de donde llegaban a veces voces.
La
ví de reojo en su rincón. Estaba como aburrida, adormilada casi,
sentada con los brazos alrededor de las rodillas, pero mirándome,
alerta. Ahora venía yo a poner un poco de emoción en su vida.
Empecé
tironeando de los guantes, como probándolos, exhibiéndolos. Hubiera
querido tener un impermeable largo, y una silla donde colgarlo.
Sabía
que en cada movimiento de mis manos, en toda mi postura, se veía un
cambio de actitud, como si fuera otra persona, de algún modo mucho
mas parecida a los guardias. Esto ya no podía ser, si alguna duda
había, un zoológico, sino una cárcel, y desde entonces yo era
mucho más peligroso que antes. Los guardias eran, probablemente,
mucho más temibles para maría que yo mismo, solo que más lejanos,
que no la habían descubierto todavía. Yo era incluso un amigo desde
el momento en que no la había delatado. Ahora esa posibilidad se
había acercado, esa amenaza me daba una nueva ventaja, y decidí que
cuando la mirara de frente toda esta terrible nueva tenía que
aparecer de un golpe en toda su maldad.
Tal
vez los guantes fueron innecesarios, tal vez fueron los que la
disuadieron de pelear, lo cierto es que cuando por fin la tuve entre
las manos estaba como muerta de miedo. Respiraba con fuerza, pero se
dejaba colgar como un muñeco. La levanté hasta la ventana, que me
quedaba por encima de los hombros, y el reflejo le acarició
bordeando la mejilla, la oreja diminuta, los cabellos tan finos, de
un tacto desconocido, entre líquido y gaseoso, que se encendieron
como una nube blanca.
Fue
un instante, porque ella percibió el cambio de luz y se sobresaltó.
Cuando cayó en la cuenta de donde estaba, y hacia donde la llevaba,
ahí si empezó a forcejear, pero yo la agarré sin apretarla,
formando un cepo con mis dos manos. Los dientes nunca los usó.
Cuando de nuevo se quedó quieta, la empuñé con fuerza, lo que para
ella sería una fuerza aplastante, puse la peor cara de bestia que
pude y la hice pasar por los barrotes.
Ella
se agarró a ellos con los dos brazos y empezó a gritar como solo
grita quien ve la muerte inminente y violenta. En ese momento su
soledad me pareció infinita, pero a mi me provocó un ataque de
risa. En realidad solo la quería asustar, desde el principio.
La
dejé en el piso y se fue corriendo a su rincón, donde se quedó
acurrucada sin mirar nada. Ofendida y avergonzada.
(…)
Otra
vez marta apareció con un casco de moto en las manos.
-Me
trajo diego. Tiene un amigo que trabaja acá. Se quedó conversando.
Yo
me lo imaginé abrazándose a las risas con los guardias.