lunes, 15 de abril de 2013

nobleza obliga

La calle descendía ahora en una ligera pendiente y se veía Palermo muy cerca y completamente a oscuras. Sus casas bajas y apretadas estaban oprimidas por las desmesuradas moles de los conventos. Había docenas, gigantescos todos, a menudo asociados en grupos de dos o tres, conventos para hombres y para mujeres, conventos ricos y conventos pobres, conventos nobles y conventos plebeyos, conventos de jesuitas, de benedictinos, de franciscanos, de capuchinos, de carmelitas, de ligurinos, de agustinos... Descarnadas cúpulas de curvas inciertas, semejantes a senos vaciados de leche, se elevaban todavía más altas, y eran ellos, los conventos, los que conferían a la ciudad su oscuridad y su carácter, su decoro y, al mismo tiempo, el sentido de muerte que ni la frenética luz siciliana conseguía hacer desaparecer. Además, a aquella hora, en noche casi cerrada, se convertían en los déspotas del paisaje. Y, en realidad, se habían encendido contra ellos los fuegos de las montañas, atizados, por lo demás, por hombres muy semejantes a los que vivían en los conventos, fanáticos como ellos, cerrados como ellos y, como ellos, ávidos de poder, es decir, como es costumbre, de ocio.
El gatopardo







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